Palabras de bienvenida

Hoy, 97 aniversario del comienzo de la revolución mexicana, abro este espacio que espero sirva como punto de encuentro y reflexión a lectores, colegas y amigos. A todos, bienvenidos.
El que ahora escribe reconoce que no se encuentra fuera de la ballena. Forma parte de ella, al igual que todos y cada uno de nosotros. Es más, hijo de su tiempo y de su mundo, no goza de la absoluta certeza de que existan lugares fuera de alguna variedad de cetáceo. Reconocer estos hechos no tiene nada de derrotismo. Todo lo contrario. Nada ayudó tanto a otras generaciones a combatir al monstruo como reconocer que se encontraban dentro de él y descubrir exactamente el lugar que ocupaban en sus tripas. De nada sirve autodenominarnos libres si no sabemos hasta qué punto no lo somos.
Este será uno de los objetivos de este espacio. Colaborar con tantos otros a hacer consciente aquello que nos domina inconscientemente. Este proyecto crítico es de por sí un incomodo movimiento en el intestino del leviathan. Pues reconocer que hemos sido engullidos no quiere decir que aceptemos una sumisa digestión. El presente es un campo de posibilidades, un espacio de inflexión, de tendencias y direcciones. Y aunque no existan soluciones últimas, aunque ninguno de nosotros sea finalmente escupido hacia la orilla de alguna playa, nos mantendremos en constante movimiento hacia fuera de la ballena.
Salud a todos y que el viento de la historia os sonría

Hacia fuera de la ballena desde la historia social e intelectual

Aquello a lo que me dedico -afortunadamente no a tiempo completo- también habita el interior de la ballena.
El término historia intelectual no es muy de mi agrado. En primer lugar porque tiene el defecto de contribuir a la fragmentación de la disciplina, al acotar un dominio de estudio definido exclusivamente por criterios temáticos. De esta forma, bajo la etiqueta de "historia intelectual" se da cita lo más variopinto de la profesión unido, eso sí, por un rótulo que da cobertura académica a redes de investigadores, subvenciones, publicaciones y congresos.
Creo sin embargo que las divisiones y alianzas verdaderamente productivas tienen lugar primordialmente en torno a criterios teóricos. Cuando la historia social hizó su entrada triunfal en la academia lo hizo gracias, no desde luego a su innovaciones temáticas -esto, en todo caso fue una consecuencia- sino a que bajo su rótulo se escondía una apuesta teórica relativamente coherente. Es mas, no sólo relativamente coherente, sino decididamente crítica. La historia social mostraba que tras los acontecimientos políticos y las decisiones personales se ocultaba todo un inconsciente social que posibilitaba y condicionaba esos acontecimeintos y esas decisiones. Mostraba que detrás de los reyes estaban los pueblos, que detrás de los individuos se sitúaban las clases sociales, que detras de los eventos se ocultaban las estructuras.
Y esta es precisamente la segunda razón por la que el término historia intelectual no es de mi agrado. Digamos que, el rótulo no sólo no remite a una apuesta teórica, sino que su práctica -en mayor parte- adolece de una autocomplaciencia exasperante. El historiador, tan presto a desencantar al resto de los humanos y a sus prácticas, es reacio a hacerlo con los que, como él, se dedican a la producción de bienes intelectuales.
Por estas razones he decidido usar el término historia social e intelectual. La noción no remite a dos especialidades temáticas unidas, a la vez que separadas, por una conjunción. Remite a la puesta en práctica de un ejercicio crítico sobre la propia mirada intelectual. Un ejercicio a través del cual se arroje luz sobre el inconsciente social que posibilita y condiciona las producciones intelectuales. En definitiva, se trata de un intento de desocultar la dominación oculta que late tras nuestra profesión.
La finalidad última de este ejercicio no es crear una nueva subdisciplina académica. Es investigar y experimientar herramientas que puedan ser incorporadas, dentro de lo posible, en el trabajo cotidiano de cualquier historiador. Es plantar cara a la particular dominación que nos atenaza como ocupantes de una peculiar posición en la produccion social. Es contribuir a que la historia vire hacia fuera de la ballena.

jueves, 15 de mayo de 2008

Hermanos en la adversidad: el terrorismo global de la economía neoliberal

La actual agenda política mexicana viene marcada en gran medida por el proceso de privatización de PEMEX; proceso que el gobierno panista de Calderón presenta como una reestructuración de la empresa pública con el fin de hacerla más competitiva en el mercado energético global. En otras palabras, bajo una argumentación de carácter técnico se pretende crear las bases de un cambio de régimen en la propiedad de este verdadero símbolo nacional; a la par que se evita una impopular –aunque legalmente necesaria- modificación de la constitución mexicana que sanciona la propiedad pública de los recursos energéticos nacionales. Esta acción se enmarca en el proceso de liberalización de la economía en el que México se encuentra embarcado, al menos de forma explícita, desde la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio en 1995. Al pensar sobre los efectos que esta política de liberalización económica produce sobre el tejido industrial y energético nacional, me ha venido a la memoria un valiente artículo que escribió mi amigo y profesor Francisco Vázquez -a la sazón catedrático de Filosofía de la Universidad de Cádiz- con motivo del cierre de la planta industrial de Delphi-Generals Motors en la Bahía de Cádiz, durante el pasado 2007. Creo que una relectura del mismo a la luz de los acontecimientos mexicanos no sólo resulta completamente pertinente, sino que nos invita a recordar cómo, parafraseando a Orwell, los efectos perversos de este “proceso mundial”, hermanan a los trabajadores de todos los países.

Terrorismo Global en la Bahía por Francisco Vázquez García
No es descabellado calificar el reciente cierre de Delphi como un acto de terrorismo global. Se trata en efecto de una acción súbita que arrasa con vidas y haciendas y lo hace despreciando a la ley -obsoleto instrumento de esa pieza de museo que es la soberanía nacional- y convirtiendo a las personas en objeto de un cálculo estratégico que sólo ve en ellas la condición de recursos rentables. La diferencia entre el terrorismo de sangre y el terrorismo industrial es que el primero mata ateniéndose a criterios de rentabilidad política mientras que el segundo abandona a su suerte a las víctimas aduciendo imperativos de rentabilidad económica. Todo apunta a que, pese a lo repentino del anuncio, la decisión de ese Ben Laden sin rostro que encarna este género de compañías había sido concertada desde hace años, siguiendo una estrategia tendente a adelgazar paulatinamente la empresa. Aunque el nivel de productividad de la planta fuera más que aceptable y los pedidos no faltaran, la suerte estaba echada; la expectativa de aumentar los beneficios gracias a los bajos costes salariales que ofrecía la instalación de la empresa en otros países era determinante. A veces tiende uno a figurarse que las compañías multinacionales funcionan como grandes monstruos fríos, más o menos monolíticos, donde mentes aviesas rigen los destinos de los gobiernos y de las personas. Nada más equivocado. El cuerpo de la multinacional moderna se asemeja en esto a la estructura celular y descentralizada que presentan las organizaciones terroristas más avanzadas. La firma crea en su interior un sucedáneo de mercado, donde las diferentes unidades productivas compiten entre sí en una desigual lucha darwiniana. Con objeto de atraer la inversión, los Estados del primer mundo compensan los relativamente elevados costes salariales con toda clase de prebendas -desde subvenciones por tipos de contratación hasta la concesión de terrenos e infraestructuras. La compañía vampiriza estos recursos que todos pagamos y cuando estima que hay mayores oportunidades de negocio en otro lugar, cierra la planta y deja en la calle a los empleados; ya se encargará la Administración de solventar el coste social de una operación en la que todo son ganancias. Por cierto, ¿quién paga los gastos sanitarios (alcoholismo, medicación antidepresiva), penales y de orden público (aumento de la conflictividad familiar, incremento de la delincuencia y de la población reclusa) e incluso educativos (crecimiento del fracaso escolar) que acompaña a maniobras tan rentables? Este tipo de bandidaje económico, presentado a veces como el efecto inevitable (colateral) de la globalización de los mercados alienta, paradójicamente, un intervencionismo estatal a gran escala. En primer lugar hay que intervenir para dar facilidades a la inversión; en una segunda vuelta debe intervenirse para paliar los destrozos causados por la misma. Mientras tanto, nuestros gobernantes siguen preocupados con el sexo de los ángeles de la realidad nacional y de los Estatutos reformados; como si la agenda política del país fuera dictada por los nacionalismos periféricos y por sus detractores. ¿Quién habla del deterioro del empleo, especialmente sensible en la provincia con mayor tasa de paro? ¿quién comenta la creciente fractura social entre integrados con acceso al trabajo estable y excluidos, cada vez más etnificados y asociados a la inmigración? ¿quién cuestiona la pérdida del escaso tejido industrial andaluz? Se dirá que la emergente división mundial del trabajo, cosméticamente bautizada de segunda modernización, obliga en Andalucía, y particularmente en Cádiz, a reorientar las economías hacia el sector de la industria turística, por no hablar del floreciente sector inmobiliario. ¿Van a acallar la protesta de la ciudadanía -que ve en el desastre de Delphi la prefiguración de su futuro posible- invocando otra vez la promesa de una California del sur? ¿Es la industria, donde se concentran los nichos de empleo más estable, la enfermedad y el turismo, reino del trabajo flexible y precario, el remedio? Pueden contarle esa milonga a las familias de los operarios de Delphi; pueden añadir la fábula del autoempleo y recordar con admonición la falta de iniciativa que aqueja a los andaluces. Pero ya no van a engañar a nadie, porque el asunto, para las víctimas de este atentado y para la ciudadanía que las respalda, no es ya preguntarse qué nos va a pasar sino afrontar qué podemos hacer.

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