Continuando con el tema planteado en la entrada anterior, me remito a una de las preguntas que en su exposición lanzaba el compañero Miguel Ángel Beltrán: en relación al estado actual del conflicto en Colombia ¿cuál es la interpretación del gobierno colombiano (campo político) y la imagen que trasmite la prensa colombiana (campo periodístico)? En ambos casos, se parte de una premisa básica: en Colombia no hay ningún conflicto armado, sino una lucha contra el terrorismo. Esta premisa viene acompañada de un corolario: es posible derrotar militarmente a la insurgencia; objetivo que, por lo demás, se considera de cercana consecución.
En este marco general se han implementado las denominadas “Políticas de Seguridad Nacional” dentro de una relectura del Plan Colombia. Estas políticas -al margen de las acciones militares que contemplan (v.g. Plan Patriota y control del territorio)- se articulan sobre de una serie de principios; entre los me interesa destacar los siguientes:
1- Lograr la seguridad de todos los ciudadanos involucrando a la población civil a través, por ejemplo, de figuras como el informante.
2- Judicialización del conflicto a todos los niveles mediante la creación de un marco legal o estatuto antiterrorista.
3- Acción “autónoma” de las Fuerzas Militares en términos de organización social legítima.
4- Desmoralización del combatiente mediante una acción a gran escala en los medios de comunicación.
Algunos éxitos parciales logrados en el campo militar han fortalecido la idea, no sólo de que estos principios deben articular la interpretación militarista del conflicto, sino que la estrategia que de ellos se derivan es la adecuada para derrotar a la guerrilla en un plazo razonable. Ahora bien, ¿es esta la única interpretación posible y, en consecuencia, la estrategia adecuada para la resolución del conflicto? ¿cabe aplicar una perspectiva histórica sobre el problema? Finalmente, ¿qué ganaríamos al apostar por una interpretación derivada de dicha perspectiva histórica frente a aquellas que se derivan del campo político y periodístico? A responder a estas preguntas dedicó Miguel Ángel Beltrán buena parte de su intervención aplicando los recursos de dicho enfoque historiográfico a dos aspectos fundamentales: la naturaleza del conflicto colombiano y la naturaleza de la interpretación militarista dominante que acabamos de presentar. Veamos brevemente cada una de ellos y las conclusiones a las que llegamos en el turno de debate.
En primer lugar, ¿cuáles son los vectores fundamentales que –con alto grado de consenso historiográfico- podemos decir que articulan la historia política reciente de Colombia?
1- Incapacidad del estado para dar respuesta a ciertas demandas básicas de la población, especialmente al problema agrario y la postergación de una reforma que palie los efectos más devastadores derivados de dicha problemática.
2- Uso sistemático de la violencia por parte del estado y militarización del vida civil, como demuestra el altísimo número de estados de sitio decretados por los gobiernos (hecho, añadía Miguel Ángel, que ayuda a explicar por qué en Colombia no ha habido golpes de estado como en otros países latinoamericanos).
3- Las características “premodernas” de los partidos dominantes, constituidos como estructuras clientelares y regionales. Partidos, por otro lado, que han mantenido un constante enfrentamiento de carácter armado, como demuestran las 10 guerras civiles –seguidas de sus respectivas 10 constituciones- que acaecieron en la Colombia del siglo XIX (algo que, como nos recuerda Miguel Ángel, nos debe poner en guardia ante el mito de la “más vieja democracia de América Latina”).
4- Exclusión del poder de otras fuerzas sociales con representación política, especialmente de la izquierda. Y esto como consecuencia, no sólo de los mecanicismos que regulan la propia estructura política, sino de sistemáticas persecuciones orquestadas desde los diferentes poderes del estado.
5- Debilidad histórica de los movimientos sociales que podrían constituir un contra-poder a los partidos dominantes; si bien, en momentos muy específicos, sí habrían logrado cierta importancia.
Este sería a grades rasgos el marco de “larga duración” en el que cabe situar el actual conflicto colombiano. Con más de 50 años de duración, dicho conflicto posee un perfil propio por la irrupción de tres actores fundamentales: la guerrilla, los paramilitares y el narcotráfico. Frente a la interpretación del gobierno Uribe que equipara guerrilla y paramilitares y considera al narco como el elemento que lo del que ambos se alimentan; Miguel Ángel ofreció una radiografía de cada uno de estos agentes, mostrando la especificidad de cada uno de ellos: el vínculo entre la guerrilla y la importante base social campesina sobre la que se erige; el papel desempeñado por los paramilitares como elementos de la contra-revolución agraria y la función del narco, en tanto que elemento capaz de corromper la situación creando otro tipo de violencia y ocultando las raíces profundas del problema.
Interpretado en estos términos, Miguel Ángel concluye que la naturaleza del conflicto colombiano, lejos de ser de carácter terrorista-militar, posee una dimensión político-social, que es precisamente la que oculta la interpretación gubernamental y la que ofrecen los medios de comunicación. Finalmente, si el conflicto es de índole político-social es de esperar –señala Miguel Ángel- que pese a los éxitos parciales en el terreno militar y la proyectiva del gobierno, aquel persista de una forma u otra.
Pero entonces, ¿por qué esta dimensión político-social (apoyada en un enfoque historiográfico), desparece de la agenda gubernamental? ¿Sobre que bases se apoya esa interpretación exclusivamente militar del conflicto? Nuevamente recurriendo a la perspectiva histórica, Miguel Ángel nos recuerda la necesidad de vincular la reactualización del Plan Colombia acaecida en el 2002 y que da carta de naturaleza a la solución militar, en el contexto latinoamericano del auge de los gobiernos de izquierdas y, en consecuencia, de la renovada importancia de Colombia para la estrategia norteamericana en el hemisferio. Por otro lado, en el debate se discutió la necesidad de ubicar también el conflicto en un contexto mundial. En este sentido, los vectores que articulan la estrategia del gobierno colombiano constituyen una variante del nuevo paradigma antiterrorista que hizo su entrada en la política internacional a raíz de los sucesos del 11 de septiembre. En torno a dicho paradigma comentamos la mezcla de elementos religiosos y tecnocráticos que caracterizarían a la subjetividad de los grupos sociales que sostienen dicho paradigma. Religioso, en cuanto a las oposiciones que esas subjetividades movilizan a la hora de articular dicho paradigma -y que en buena medida constituyen ramificaciones de la oposición básica bien-mal-. Tecnocrático, en relación a la forma de implementar las políticas basadas en el mismo.
No debe resultar extraño que, dado este repliegue hacia posiciones políticas alimentadas de un sustrato ideológico de carácter religioso, cualquier operación que aspire a trascender dicha interpretación; es decir, adquiera perspectiva hacia el conflicto con el fin prioritario de entenderlo, sea descalificada como connivencia con el terror. Se configura así el escenario ideológico oportuno para insuflar fuerzas a quienes cuestionan la capacidad de la historia para involucrarse en las luchas de su propio presente. Propuestas como las de Miguel Ángel Beltrán nos sitúan en la senda opuesta, pues consiguen rehabilitar en la práctica el potencial crítico que va implícito en la adopción de una perspectiva historiográfica a la hora de interpretar las luchas sociales del presente.
En este marco general se han implementado las denominadas “Políticas de Seguridad Nacional” dentro de una relectura del Plan Colombia. Estas políticas -al margen de las acciones militares que contemplan (v.g. Plan Patriota y control del territorio)- se articulan sobre de una serie de principios; entre los me interesa destacar los siguientes:
1- Lograr la seguridad de todos los ciudadanos involucrando a la población civil a través, por ejemplo, de figuras como el informante.
2- Judicialización del conflicto a todos los niveles mediante la creación de un marco legal o estatuto antiterrorista.
3- Acción “autónoma” de las Fuerzas Militares en términos de organización social legítima.
4- Desmoralización del combatiente mediante una acción a gran escala en los medios de comunicación.
Algunos éxitos parciales logrados en el campo militar han fortalecido la idea, no sólo de que estos principios deben articular la interpretación militarista del conflicto, sino que la estrategia que de ellos se derivan es la adecuada para derrotar a la guerrilla en un plazo razonable. Ahora bien, ¿es esta la única interpretación posible y, en consecuencia, la estrategia adecuada para la resolución del conflicto? ¿cabe aplicar una perspectiva histórica sobre el problema? Finalmente, ¿qué ganaríamos al apostar por una interpretación derivada de dicha perspectiva histórica frente a aquellas que se derivan del campo político y periodístico? A responder a estas preguntas dedicó Miguel Ángel Beltrán buena parte de su intervención aplicando los recursos de dicho enfoque historiográfico a dos aspectos fundamentales: la naturaleza del conflicto colombiano y la naturaleza de la interpretación militarista dominante que acabamos de presentar. Veamos brevemente cada una de ellos y las conclusiones a las que llegamos en el turno de debate.
En primer lugar, ¿cuáles son los vectores fundamentales que –con alto grado de consenso historiográfico- podemos decir que articulan la historia política reciente de Colombia?
1- Incapacidad del estado para dar respuesta a ciertas demandas básicas de la población, especialmente al problema agrario y la postergación de una reforma que palie los efectos más devastadores derivados de dicha problemática.
2- Uso sistemático de la violencia por parte del estado y militarización del vida civil, como demuestra el altísimo número de estados de sitio decretados por los gobiernos (hecho, añadía Miguel Ángel, que ayuda a explicar por qué en Colombia no ha habido golpes de estado como en otros países latinoamericanos).
3- Las características “premodernas” de los partidos dominantes, constituidos como estructuras clientelares y regionales. Partidos, por otro lado, que han mantenido un constante enfrentamiento de carácter armado, como demuestran las 10 guerras civiles –seguidas de sus respectivas 10 constituciones- que acaecieron en la Colombia del siglo XIX (algo que, como nos recuerda Miguel Ángel, nos debe poner en guardia ante el mito de la “más vieja democracia de América Latina”).
4- Exclusión del poder de otras fuerzas sociales con representación política, especialmente de la izquierda. Y esto como consecuencia, no sólo de los mecanicismos que regulan la propia estructura política, sino de sistemáticas persecuciones orquestadas desde los diferentes poderes del estado.
5- Debilidad histórica de los movimientos sociales que podrían constituir un contra-poder a los partidos dominantes; si bien, en momentos muy específicos, sí habrían logrado cierta importancia.
Este sería a grades rasgos el marco de “larga duración” en el que cabe situar el actual conflicto colombiano. Con más de 50 años de duración, dicho conflicto posee un perfil propio por la irrupción de tres actores fundamentales: la guerrilla, los paramilitares y el narcotráfico. Frente a la interpretación del gobierno Uribe que equipara guerrilla y paramilitares y considera al narco como el elemento que lo del que ambos se alimentan; Miguel Ángel ofreció una radiografía de cada uno de estos agentes, mostrando la especificidad de cada uno de ellos: el vínculo entre la guerrilla y la importante base social campesina sobre la que se erige; el papel desempeñado por los paramilitares como elementos de la contra-revolución agraria y la función del narco, en tanto que elemento capaz de corromper la situación creando otro tipo de violencia y ocultando las raíces profundas del problema.
Interpretado en estos términos, Miguel Ángel concluye que la naturaleza del conflicto colombiano, lejos de ser de carácter terrorista-militar, posee una dimensión político-social, que es precisamente la que oculta la interpretación gubernamental y la que ofrecen los medios de comunicación. Finalmente, si el conflicto es de índole político-social es de esperar –señala Miguel Ángel- que pese a los éxitos parciales en el terreno militar y la proyectiva del gobierno, aquel persista de una forma u otra.
Pero entonces, ¿por qué esta dimensión político-social (apoyada en un enfoque historiográfico), desparece de la agenda gubernamental? ¿Sobre que bases se apoya esa interpretación exclusivamente militar del conflicto? Nuevamente recurriendo a la perspectiva histórica, Miguel Ángel nos recuerda la necesidad de vincular la reactualización del Plan Colombia acaecida en el 2002 y que da carta de naturaleza a la solución militar, en el contexto latinoamericano del auge de los gobiernos de izquierdas y, en consecuencia, de la renovada importancia de Colombia para la estrategia norteamericana en el hemisferio. Por otro lado, en el debate se discutió la necesidad de ubicar también el conflicto en un contexto mundial. En este sentido, los vectores que articulan la estrategia del gobierno colombiano constituyen una variante del nuevo paradigma antiterrorista que hizo su entrada en la política internacional a raíz de los sucesos del 11 de septiembre. En torno a dicho paradigma comentamos la mezcla de elementos religiosos y tecnocráticos que caracterizarían a la subjetividad de los grupos sociales que sostienen dicho paradigma. Religioso, en cuanto a las oposiciones que esas subjetividades movilizan a la hora de articular dicho paradigma -y que en buena medida constituyen ramificaciones de la oposición básica bien-mal-. Tecnocrático, en relación a la forma de implementar las políticas basadas en el mismo.
No debe resultar extraño que, dado este repliegue hacia posiciones políticas alimentadas de un sustrato ideológico de carácter religioso, cualquier operación que aspire a trascender dicha interpretación; es decir, adquiera perspectiva hacia el conflicto con el fin prioritario de entenderlo, sea descalificada como connivencia con el terror. Se configura así el escenario ideológico oportuno para insuflar fuerzas a quienes cuestionan la capacidad de la historia para involucrarse en las luchas de su propio presente. Propuestas como las de Miguel Ángel Beltrán nos sitúan en la senda opuesta, pues consiguen rehabilitar en la práctica el potencial crítico que va implícito en la adopción de una perspectiva historiográfica a la hora de interpretar las luchas sociales del presente.