Mi bisabuela solía decir que ni el dinero ni el cariño pueden esconderse. A riesgo de perder la sencillez que embellece la sabiduría de estas palabras añadiría que tampoco la clase social. Isabel pertenecía por origen a la clase dominante. Aristócrata de rancio abolengo, eso sí, jamás se prestó a los juegos de esa emponzoñada nobleza española gozosa cumplidora de su función ideológica en la sociedad del espectáculo que, a través de los canales de la prensa rosa ofrece, bien una imagen impoluta de buen gusto y mejor familia, bien un lupanar de escándalos y adulterios; en uno u otro caso, difiriendo al infinito las miserias cotidianas del sufrido españolito que viene al mundo y que Dios guarde.
Conocí a Isabel cuando estudiaba la licenciatura de historia a través de Liliane Dahlman, amiga y compañera de estudios, a la sazón secretaria del archivo de Medina Sidonia. En la distancia que el tiempo interpone, recuerdo lo que entonces me asombraba y avasallaba de Isabel: su desparpajo al tratar a algunos mandarines de la academia sobre los que yo guardaba un reverencial respeto, por no decir, un temor sacro. Desparpajo que, al menos como lo recuerdo, parecía fundado en sólidas convicciones intelectuales. En otras palabras, no tenía el menor reparo en llamar ignorante a un eminente catedrático de historia apoyándose en los legajos del archivo, que por cierto era capaz de recitar de memoria. Esta seguridad, insisto, se sostenía en una vasta cultura que más quisiera para sí la nobilísima esposa de algún torero. Pero con el tiempo, he llegado a comprender que el privilegio de decir a los poderosos lo que uno piensa y decirlo con el descaro e incluso la brutalidad con la que solía hacerlo Isabel es sólo patrimonio de quienes han sido educados en las formas de la clase dominante.
Afortunadamente, Isabel sabía a quien le cantaba las cuarenta. Digo esto porque, si bien es seguro que en alguna ocasión se equivocó –absurdo sería pensar lo contrario- a mi siempre me trato con cercanía, complicidad e incluso en algún momento con ternura. Hablo de “mi” haciendo extensible el vocablo a la condición de mero estudiante y aprendiz de historiador que por aquel entonces me definía. Mi amiga y compañera de aula Marta Cía, quien compartió con ella muchos más ratos que yo, estoy seguro que corroborará esta valoración punto por punto. La furia aristocrática de Isabel no se volcaba con quien menos tenía, sino con quien, teniendo, creía y decía tener más de lo que realmente tenía. A nosotros, aprendices, nos estaba reservado otro trato. Un trato cálido acompañado de sus poco amables palabras sobre la católica (otra Isabel), del “timo” del descubrimiento de América o del de la batalla de Lepanto, de la ineptitud de los académicos, de la historia del archivo, de proclamas republicanas, de las reformas del quinceavo duque, de los folios marcados por la censura –y no la franquista, se trataba de una novela que ella acababa de mandar a una editorial de renombre- o del miedo a que la Zarzuela la envenenara –como de hecho un día creyó que había ocurrido con unos bombones navideños en mal estado (Marta y Liliane pueden confirmarlo).
Pero, más allá de todo este trasvase de información que para un principiante como yo resultaba asimilable sólo en pequeñas dosis (auque pequeñas dosis con Isabel nunca había), si hay algo de ella que recuerdo con más intensidad, si debo aferrarme a una sola imagen para describirla, es a la de su gesto trasmitiendo con vehemencia la verdad crítica en la que creía: deconstuir las mentiras de la historia oficial, mostrarnos hasta que punto la Gran Historia forjada desde la corona y las instituciones afines no era sino un relato hecho a la medida de un determinado grupo de poder. La verdad histórica estaba más allá de esas evidencias que nos habían enseñado en la escuela y en la academia. Y para que esta viera la luz, para desocultarla, había que enfrentarse, primero con uno mismo –con trabajo arduo y disciplina intelectual (allá en el archivo se trabajaba a ritmo de kibutz, no sé en algún que otro noble cortijo)- segundo, con un poderoso entramado institucional y académico. Isabel poseía las condiciones materiales y el habitus necesario para llevar a cabo dicha empresa. Ese ha sido su legado por lo que a mí respecta: la búsqueda incesante de la verdad frente a la verdad oficial. Por eso, Isabel, te mando junto con un fuerte abrazo estas palabras de Juan Hus desde tu querida Edad Media:
Conocí a Isabel cuando estudiaba la licenciatura de historia a través de Liliane Dahlman, amiga y compañera de estudios, a la sazón secretaria del archivo de Medina Sidonia. En la distancia que el tiempo interpone, recuerdo lo que entonces me asombraba y avasallaba de Isabel: su desparpajo al tratar a algunos mandarines de la academia sobre los que yo guardaba un reverencial respeto, por no decir, un temor sacro. Desparpajo que, al menos como lo recuerdo, parecía fundado en sólidas convicciones intelectuales. En otras palabras, no tenía el menor reparo en llamar ignorante a un eminente catedrático de historia apoyándose en los legajos del archivo, que por cierto era capaz de recitar de memoria. Esta seguridad, insisto, se sostenía en una vasta cultura que más quisiera para sí la nobilísima esposa de algún torero. Pero con el tiempo, he llegado a comprender que el privilegio de decir a los poderosos lo que uno piensa y decirlo con el descaro e incluso la brutalidad con la que solía hacerlo Isabel es sólo patrimonio de quienes han sido educados en las formas de la clase dominante.
Afortunadamente, Isabel sabía a quien le cantaba las cuarenta. Digo esto porque, si bien es seguro que en alguna ocasión se equivocó –absurdo sería pensar lo contrario- a mi siempre me trato con cercanía, complicidad e incluso en algún momento con ternura. Hablo de “mi” haciendo extensible el vocablo a la condición de mero estudiante y aprendiz de historiador que por aquel entonces me definía. Mi amiga y compañera de aula Marta Cía, quien compartió con ella muchos más ratos que yo, estoy seguro que corroborará esta valoración punto por punto. La furia aristocrática de Isabel no se volcaba con quien menos tenía, sino con quien, teniendo, creía y decía tener más de lo que realmente tenía. A nosotros, aprendices, nos estaba reservado otro trato. Un trato cálido acompañado de sus poco amables palabras sobre la católica (otra Isabel), del “timo” del descubrimiento de América o del de la batalla de Lepanto, de la ineptitud de los académicos, de la historia del archivo, de proclamas republicanas, de las reformas del quinceavo duque, de los folios marcados por la censura –y no la franquista, se trataba de una novela que ella acababa de mandar a una editorial de renombre- o del miedo a que la Zarzuela la envenenara –como de hecho un día creyó que había ocurrido con unos bombones navideños en mal estado (Marta y Liliane pueden confirmarlo).
Pero, más allá de todo este trasvase de información que para un principiante como yo resultaba asimilable sólo en pequeñas dosis (auque pequeñas dosis con Isabel nunca había), si hay algo de ella que recuerdo con más intensidad, si debo aferrarme a una sola imagen para describirla, es a la de su gesto trasmitiendo con vehemencia la verdad crítica en la que creía: deconstuir las mentiras de la historia oficial, mostrarnos hasta que punto la Gran Historia forjada desde la corona y las instituciones afines no era sino un relato hecho a la medida de un determinado grupo de poder. La verdad histórica estaba más allá de esas evidencias que nos habían enseñado en la escuela y en la academia. Y para que esta viera la luz, para desocultarla, había que enfrentarse, primero con uno mismo –con trabajo arduo y disciplina intelectual (allá en el archivo se trabajaba a ritmo de kibutz, no sé en algún que otro noble cortijo)- segundo, con un poderoso entramado institucional y académico. Isabel poseía las condiciones materiales y el habitus necesario para llevar a cabo dicha empresa. Ese ha sido su legado por lo que a mí respecta: la búsqueda incesante de la verdad frente a la verdad oficial. Por eso, Isabel, te mando junto con un fuerte abrazo estas palabras de Juan Hus desde tu querida Edad Media:
Busca la verdad
Escucha la verdad
Enseña la verdad
Ama la verdad
Vive por la verdad
Y defiende la verdad
Hasta la muerte
Escucha la verdad
Enseña la verdad
Ama la verdad
Vive por la verdad
Y defiende la verdad
Hasta la muerte
PD
He colgado en la sección “paginas web de historia” un enlace con la página web de la fúndación y archivo de Medina Sidonia. Este constituye el legado material que nos deja Isabel a todos los que, como alguien alguna vez le dijo no sin perplejidad, nos gustan los papeles viejos.